jueves, julio 24, 2008

La globalización y los pueblos indígenas

Por Álvaro Bello M.[1]


La globalización es para algunos el proceso de interdependencia de las relaciones económicas, los flujos comerciales y financieros que ocurren en diferentes partes de planeta. Globalización es también la interconexión de los flujos de información, su difusión y sus múltiples expresiones con equivalencias u homologaciones en lugares apartados y aparentemente no conectados de la tierra. Para los más entusiastas la globalización es un proceso de difusión de la cultura y de un lenguaje común que tiende a aplanar las diferencias estandarizando a las sociedades y culturas nacionales. Para otros, esta estandarización constituye un peligro para las culturas locales, las identidades sociales y las formas de vida que no encuentran cabida dentro del marco actual de la globalización económica. Esto es lo que ocurre por ejemplo con los pueblos indígenas y sus demandas por reconocimiento.

Las demandas de los pueblos indígenas están estrechamente ligadas a los procesos de globalización en al menos dos sentidos o direcciones. Por una parte, la globalización económica afecta directamente los derechos, recursos y condiciones de vida de amplios sectores de la humanidad como los pueblos indígenas, los que debido a su exclusión histórica ingresan a la globalización en condiciones desventajosas y claramente negativas. Desde esta perspectiva, la globalización viene a debilitar los avances registrados hasta ahora en materia de derechos humanos universalmente reconocidos y el avance en el reconocimiento de derechos específicos exigidos por estos grupos. La dinámica económica de la globalización tiende a privilegiar los intereses de los actores que sustentan el poder político y económico, los consorcios transnacionales y las corporaciones, que son quienes proponen o imponen los términos del intercambio neoliberal donde amplios sectores son marginados o incluidos de manera subordinada. El ejemplo más clásico de los núcleos de poder donde se “organiza” la globalización económica se encuentra en las directrices impuestas por el FMI o el Foro de Davos o por los mecanismos que estipulan los tratados de libre comercio entre países pobres y países ricos.

Pese a todo, los pueblos indígenas, así como un conjunto de otros actores sociales, buscan diversas estrategias para representar su descontento con las condiciones actuales de la globalización económica y sus implicancias políticas, en la medida que han percibido y denunciado dichos procesos como contrarios a sus intereses y demandas.

El segundo modo en que se presenta la globalización y que es paralelo al anterior plantea una paradoja. La globalización, o algunas de sus consecuencias, se han convertido en el principal espacio y vehículo para la difusión de los derechos de los pueblos indígenas, así como de los derechos humanos en general. En la medida que la globalización ha hecho evidente la desigualdades y los desequilibrios, sociales, políticos y económicos, ha surgido una preocupación internacional de diferentes sectores, organizaciones y organismos internacionales que buscan contrapesar la balanza, inclinada hacia los poderes de la globalización económica, a favor de quienes sufren sus consecuencias negativas. Al mismo tiempo, la difusión de los derechos económicos, sociales y culturales (DESC) y el desplazamiento de la cultura hacia el ámbito de la política y la economía plantean un nuevo escenario que favorece la construcción de discursos y acciones que van a la búsqueda de los nuevos significados del ser indígena. Por lo tanto, la conciencia indígena actual y las identidades reconstruidas son fruto de la globalización sustentada en la revalorización del pasado y en la reconstrucción de los símbolos de una pertenencia colectiva. Esta conciencia aboga por derechos específicos dentro de un contexto de reorganización del Estado y de predominio creciente del mercado en todas las esferas de la vida social.

Frente a este cuadro se puede decir que la lucha de los pueblos indígenas es una lucha moderna, pues encadena los procesos y problemas actuales con la tradición y el pasado, para luego reformularlos y buscar nuevos espacios de poder, participación y reconocimiento en el marco de una renovada comunidad política, constituida sobre las tensiones que provocan la desigualdad y la exclusión generadas por el neoliberalismo.

En muchos países, se ha relevado el carácter económico de la globalización, mientras que la cultura, las transformaciones sociales y los derechos humanos parecen quedar relegados a un segundo plano. Tal es así que las relaciones internacionales se llevan a cabo ya no entre Estados sino que entre “economías”. Las economías de Asia-Pacífico con las economías del cono sur por ejemplo. Asimismo, los grandes tratados entre países se reducen casi exclusivamente a la dimensión económica, particularmente a la liberalización de los mercados y las finanzas. Los tratados de libre comercio por ejemplo, detallan las formas de liberar los mercados, las rebajas de aranceles o las condiciones de producción y comercialización de determinados productos o áreas productivas, pero no se hacen cargo de los impactos sociales, culturales o ambientales que tales normativas o condiciones de comercio tienen en los países contratantes.

De esta manera, la versión unívoca de la globalización excluye aquellas otras voces que hablan de derechos, cultura o democratización. Así los sujetos de carne y hueso, los ciudadanos, encuentran en la globalización una versión única, estática y controlada de la globalización, donde el único acceso posible es a través de la puerta del consumo y la interconexión a la red digital. La “confianza digital” o la “nueva alfabetización” que se busca a través de la Internet es una forma distinta de ciudadanización, de integración o pertenencia, pus se cree que a través de ella es posible equilibrar las diferencias en el acceso a la información, en los procesos educativos y en el conocimiento de los procesos globales. Sin embargo esta nueva “alfabetización” dista mucho de ser democrática, pues no considera la brecha digital entre los países ricos y los pobres, tampoco considera los límites que tiene la interconexión digital por sobre las redes sociales cara a cara.

Lo claro es que la globalización económica encuentra sus límites ahí donde los ciudadanos exigen más derechos, reconocimiento, participación, inclusión y democracia. Es en estas demandas y reclamos donde queda de manifiesto que las personas no son el depósito de los muchas veces cuestionables “beneficios” de la globalización económica sino sujetos que desde sus comunidades y su cotidiano buscan ampliar sus derechos frente al Estado, las transnacionales y el ubicuo mercado. Frente a la marea globalizadora las personas buscan ser ciudadanos con poder y con derechos a través de los cuales ser arquitectos de su propio destino.

Des esta forma, la exigencia de derechos colectivos, de autonomía y autodeterminación, por parte de los pueblos indígenas, es una manifestación de la contracorriente de la globalización, se trata de “la otra globalización”, la de los derechos humanos y la diversidad, la de los ciudadanos y la sociedad civil. Porque finalmente no se trata de negar la globalización. La globalización es un proceso en curso, que según algunos autores, tiene su comienzo en el siglo XVI o más tardamente, en el siglo XIX. El problema no es la globalización por si misma sino su orientación predominante y la forma en que está siendo gobernada, muchas veces en contra de los intereses de las mayorías. Más globalización es más derechos y más beneficios para todos pero a condición de frenar el afán por darle un carácter netamente económico y mercantil. Aumentar la globalización significa incrementar la conciencia universal acerca de la crisis ambiental, es mundializar la preocupación por las desigualdades, la pobreza y el hambre en el mundo. Más globalización se refiere a la confirmación de la existencia de valores universales que no se contraponen a los significados y valores locales y particulares.



[1] Publicado en Construyendo un futuro, Conclusiones 2006 de la I Cumbre de Jóvenes Iberoamericanos, España, 2007.

miércoles, junio 11, 2008

domingo, agosto 19, 2007

sábado, agosto 18, 2007

La ciudadanía intercultural y la transformación de la comunidad política en Chile: Perspectivas y desafíos





(Foto: A.Bello)


Presentación
La interculturalidad es hoy día una de las perspectivas más polémicas en cuanto al conjunto de propuestas existentes para organizar y administrar las diferencias culturales en las sociedades diversas. Surge como una alternativa al multiculturalismo pues más allá de su centralidad en los procesos educativos bilingües representa un conjunto de posturas éticas, acciones o posibilidades de acción que el multiculturalismo en su versión más común, salvo algunas excepciones, no considera. En Chile existe aún déficit en el debate respecto de cómo pensar una sociedad diversa, el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas puede ser un punto de partida pero es insuficientes pues lo que se requiere es incentivar procesos que vayan más allá de los derechos indígenas y que sobre todo incluyan al resto de la sociedad, también a los migrantes, a los afrodescendientes y a los diversos grupos que conviven en nuestra sociedad. Se requiere pensar la interculturalidad no sólo como una enfoque, estrategia o mirada sobre “culturas en contacto” sino sobre todo como un elementos central de la construcción de la ciudadanía que involucre el conjunto de los aspectos que regulan o mediatizan la convivencia social dentro del marco de una comunidad política, esto es una perspectiva que involucre las esferas de lo social, los económico y lo político. Lo que se pretende en definitiva es que la interculturalidad no sea sólo un enfoque sino también una praxis.


La interculturalidad y sus avatares
La inclusión de la interculturalidad en el debate de la actual asamblea constituyente de Bolivia y de la próxima asamblea constituyente de Ecuador muestra la actualidad que esta perspectiva tiene hoy en día en los distintos contextos políticos y sociales del continente. Es también una muestra de la conciencia que existe en algunos sectores del mundo indígena en América Latina respecto de las diferencias entre la interculturalidad y otros enfoques o propuestas para administrar las diferencias culturales en sociedades diversas.


El enfoque intercultural entró en América Latina a mediados de los años setenta de la mano de la educación con la llamada EBI o EIB. Desde el principio se trató de un enfoque construido en el marco de una estrategia ciudadana, es decir desde la base, con afanes liberadores y de transformación social. Por lo tanto desde el principio tuvo un afán político que buscó insertarse en la acción colectiva incluso más allá del ámbito educativo. Ligada a la educación popular, la interculturalidad contribuyó en varios países a la reconstrucción de lo étnico, a la visibilización de las demandas por los derechos indígenas y a la reformulación de la educación en contextos de diversidad cultural.



Con el tiempo la interculturalidad se fue tecnificando y perdiendo su significación política, liberadora y transformadora, en la medida que se convirtió en un enfoque, en una técnica o en una perspectiva que había perdido la capacidad de interpretar la realidad y sus necesarias transformaciones. Este agotamiento de la interculturalidad se relacionó también con el uso sesgado que comenzaron hacer los programas de EBI provenientes de las políticas públicas de los gobiernos y los Estados, que lo despojaron de sus perspectivas más políticas.

En este proceso la interculturalidad se volvió confusa y el excesivo énfasis en la cultura, en desmedro de las esferas sociales, económicas y políticas, lo volvió un concepto que, al igual que otros, como multiculturalismo, pluriculturalidad, etc. no lograba dar cuenta de los procesos que decía abordar. Comenzó asimismo una creciente confusión con los planos que la interculturalidad aborda. Así, y al igual que con el multiculturalismo, comenzó confundirse en discurso que el estado tiene con el discurso filosófico y político de la interculturalidad. Al mismo tiempo se comenzaron a confundir las relaciones interculturales, es decir las prácticas concretas de los sujetos, con las perspectivas para su análisis, con los discursos políticos sobre ella, con las políticas públicas interculturales, con el análisis jurídico y con los esquemas normativos.


Todo esto ha hecho que hasta épocas recientes la perspectiva intercultural haya comenzado a ser rechazada por algunos sectores quienes le acusan de ser una perspectiva neocolonialista que sólo busca la reorganización de las sociedades diversas desde el interés y la perspectiva de los grupos hegemónicos no indígenas, este hecho se resumiría en la idea de que la interculturalidad es sólo para los indígenas o en la visión de que la interculturalidad es un neo indigenismo.

Pese a todo, la interculturalidad ha superado su propio marco de contención y hoy más que un enfoque o una metodología es, en primer lugar, una forma de mirar la realidad de nuestros países cruzados por una diversidad cultural estructural. Incluso se puede decir que frente a la evidencia empírica que representa la realidad culturalmente diversa de la mayor parte de los países de América Latina la interculturalidad puede entenderse como una perspectiva que puede ayudar a comprender, pensar y organizar nuestra realidad.

Indudablemente hay países o regiones donde esta evidencia es más clara que en otros y por lo tanto su estatus y sus alcances son distintos. Las diferencias que existen entre uno y otro nos hablan del carácter del estado, de las dinámicas sociales internas, del peso político de los movimientos sociales indígenas y sin duda, aunque este no debiera ser un elemento tan central, del peso demográfico de quienes “representan la diferencia”.

Hacia un enfoque político de interculturalidad
La trascendencia de la interculturalidad hacia las esferas de lo social y lo político, o más bien el reconocimiento de que la interculturalidad debe ser un hecho que involucre la cuestión de la convivencia social en su conjunto, pasa necesariamente por pensar en una redefinición del carácter de la comunidad política, su construcción y mantención, entendiendo la comunidad política como la constitución de un ámbito o dominio que permite mantener la cohesión de una comunidad frente a otra. Por lo mismo, la comunidad política no es sólo una comunidad de necesidades (económicas), o de intereses únicamente instrumentales, sino que también una comunidad de pertenencia o, como se decía antiguamente, de destino común, forjada desde la imposición, construida desde arriba, por un grupo específico de la sociedad o a partir de un consenso activo y hegemónico. Ello ha dado como resultado la existencia de distintas formas de comunidad política, o de ámbitos o dominios, donde la más conocida y difundida es la del estado-nación.

Pero una comunidad política no se sustenta por si sola sino que a partir de un tejido social cohesionado y estable, al menos eso es lo que plantea la teoría. La realización de la comunidad política sólo es posible a partir de la existencia procesos hegemónicos de inclusión y pertenencia de los sujetos a ella. Es la idea o el sentimiento de inclusión el que le da legitimidad a dicha comunidad y es esta legitimidad la que le otorga eficacia para mantenerse a través del tiempo. Como lo han indicado algunos autores (Stavenhagen 2001, 2002), la idea de estado-nación contiene por si misma dicha condición de legitimidad: la de ciudadanía como forma de inclusión en la comunidad política. Desde el siglo XIX la ciudadanía ha sido la principal forma de integración e inclusión de los sujetos en la comunidad política de los países latinoamericanos.

La interculturalidad y el multiculturalismo en el proceso ciudadanizador
En este juego de transformaciones es fácil caer una lógica voluntarista y retórica si no se consideran las condiciones para que la interculturalidad no sea sólo un enfoque sino más bien parte de una praxis política transformadora del estado y las relaciones sociales, y aquí es donde no da lo mismo la interculturalidad que la multiculturalidad pues si bien ambas abordan el problema de la convivencia intercultural se diferencian en el énfasis de los cambios que se requieren para enfrentar los problemas de la diversidad cultural y en el lugar que ambas otorgan a las relaciones de poder, a la subordinación y el papel de los grupos hegemónicos en la reproducción de las desigualdades.
La ausencia de un análisis mayor sobre estos procesos es lo que permite que en algunos países sea posible hablar de multiculturalismo o de diversidad cultural sin que ello afecte las estructuras y mecanismos de dominación basados en la cultura y las diferencias identitarias. Mientras el multiculturalismo, en su versión liberal, busca abordar las diferencias culturales a través del reconocimiento simple y la tolerancia, sin afectar los mecanismos que producen desigualdades, la interculturalidad aspira a transformar dichos mecanismos a través del desarrollo de una ciudadanía diferenciada. Nos referimos por cierto al multiculturalismo normativo derivado de la propuesta liberal (Bello 2004: 194-199). También Zizek (1997), ha planteado algunas "sospechas" acerca de los verdaderos alcances del multiculturalismo liberal. No obstante es necesario reconocer que existen diversas corrientes de multiculturalismo, una de ellas, es la desarrollada por el norteamericano Peter McLaren y denominada por el mismo “multiculturalismo crítico” que se acerca de manera distinta al fenómeno de la multiculturalidad, como lo ha señalado Williamson (2004).






Mientras el multiculturalismo en algunos países aspira a transformarse en una versión renovada del paradigma de la aculturación, un neo-indigenismo, la interculturalidad busca la valorización de las diferencias culturales otorgándoles un lugar central dentro de las nuevas formas de convivencia política.

Para algunos autores, el multiculturalismo normativo está lejos de ser la solución a los problemas de las sociedades diversas o plurales pues consideran que el multiculturalismo no es otra cosa que el maquillaje cultural del neoliberalismo, su “coartada cultural”, señala Vázquez (2003: 51). El multiculturalismo, según esta crítica sería un criterio de desempeño para el liberalismo económico, una forma de hacer más eficiente las reformas económicas que afectan a las grandes mayorías y a los sectores más excluidos, buscando el compromiso de los sujetos o una mínima respuesta positiva a los cambios y transformaciones que se están operando. Asimismo, en América Latina, el multiculturalismo sería una respuesta retórica del estado y los grupos de poder frente a los levantamientos, rebeliones, movilizaciones, desacuerdos, demandas y malestares manifestados por los indígenas y sus organizaciones.

Mientras el multiculturalismo es una respuesta al “problema de los migrantes” como es el caso de los países europeos por ejemplo, la interculturalidad asume la diversidad que genera la migración como un hecho valorable, que contribuye al enriquecimiento social y cultural de una nación y que debe estar sujeto al cumplimiento de derechos. Algunos estados “hacen la distinción entre nacionales y extranjeros, en virtud de la cual sólo tienen plenitud identitaria (etnoculturalidad) y sólo pueden disfrutar plenamente su condición de ciudadanos sujetos de derecho los que poseen la nacionalidad” señala Etxeberría (2000: 120).

La diferencia fundamental entre los dos conceptos reside en que la interculturalidad, se refiere al contacto o relación entre culturas diferentes y es ante todo, como señalan Albó y Barrios (2006), la relación entre personas y grupos de personas con identidades culturales distintas, la interculturalidad, agregan los autores, “incluye también las relaciones y actitudes de estas mismas personas con referencia a elementos de otras culturas; y, a un nivel ulterior más abstracto, las comparaciones y combinaciones entre dos o más sistemas culturales” (Albó y Barrios 2006: 51). En esta misma línea Bartolomé señala que la interculturalidad debe ser entendida “como la puesta en relación de miembros de diferentes culturas, así como a los mecanismos sociales necesarios para lograr una comunicación eficiente, sin que ninguno de los participantes se vea obligado a renunciar a su singularidad para lograrlo” (Bartolomé 2006: 124).

A estas perspectivas que definen lo que caracteriza a las relaciones interculturales, se debe agregar la idea de una “interculturalidad en acción”, esto es un concepto y un ethos que pretende transformar las relaciones de desigualdad derivadas de las diferencias culturales. Al ocuparse de las relaciones sociales, la interculturalidad aborda las condiciones, los mecanismos y las estructuras que están en su base y que permiten la reproducción de las desigualdades derivadas de la cultura en las esferas económicas, políticas y sociales. Las relaciones entre culturas son el producto de construcciones sociales desarrolladas a lo largo del tiempo, naturalizadas a través de un habitus productor de creencias y disposiciones profundas y articuladas por relaciones económicas y políticas en las que prevalecen o se manifiestan relaciones de subordinación, discriminación, racismo o exclusión.

Aunque algunos autores han señalado la posibilidad de superar las desigualdades derivadas de la cultura a través de una lógica dialógica (Parekh 2000) o a través del reconocimiento de la dignidad del otro (Taylor 2001), lo cierto es que las relaciones interculturales no se dan en un plano ideal donde los sujetos sociales concurran de manera voluntaria a la resolución o reconocimiento moral de las desigualdades. Por el contrario, el diálogo intercultural está contaminado por una “indescifrable jerarquización de una cultura sobre otra”, señala Cardoso de Oliveira (1998:36-39). Dichas jerarquizaciones se dan a partir de relaciones de clase y de procesos históricos de racialización que circulan a través de éstas. Desde este punto de vista se reconoce que el diálogo intercultural no borra por si mismo las desigualdades existentes entre el polo dominante y el polo subordinado de la relación pero hace consciente a los actores del escenario en que se mueven ambos e impulsa la promoción de prácticas tangiblemente democráticas y no solo discursivas o retóricas.

En definitiva, la interculturalidad no es sólo el acto de reconocimiento de un “otro” como distinto sino el proceso de activo reconocimiento de su legitimidad como distinto. La relación intercultural meditada y planificada en el contexto de la educación, por ejemplo, pretende un diálogo no coercitivo. El diálogo intercultural requiere del consentimiento y la aceptación mutua de la relación y no de una imposición afirmada en la creencia de que la sola relación o contacto provocará efectos positivos o benéficos para el otro. Este fue uno de los propósitos de la “asimilación planificada” contenida en el indigenismo de Estado, que creía que el sólo contacto con la “cultura mayor” era un beneficio para los pueblos indígenas.

Posibles desafíos de la interculturalidad en Chile
De esta manera planteamos que en el contexto chileno los desafíos para la interculturalidad en Chile son:

La recuperación de su densidad política en tanto perspectiva y proceso liberador que busca la transformación social.
El desbordamiento de su influencia en el plano de la educación para ir hacia otros planos como en el caso de Bolivia, donde la interculturalidad es parte de una discusión sobre el sentido que debe tener el estado.

La necesidad de pensar la diversidad cultural, la interculturalidad y las diferencias culturales no sólo respeto de lo indígena sino desde las distintas perspectivas de los grupos existentes en el seno de la sociedad.

La posibilidad de reconocer y profundizar los alcances de los derechos indígenas como parte de
un engranaje de la construcción de una nueva ciudadanía, de una democracia radical, participativa.

Que contribuya a la ampliación de las actuales concepciones de ciudadanía lo que implica el reconocimiento de todos los sectores de la sociedad desde sus especificidades y demandas propias.

Que aporte al rediseño del estado chileno en cuanto su estructuras de representación, participación, administración y procesos de gobernanza.

jueves, agosto 16, 2007

Un desconocido silba en el bosque, Jorge Teillier

(Foto: A. Bello)

Un desconocido silba en el bosque.
Los patios se llenan de niebla.
El padre lee un cuento de hadas
y el hermano muerto escucha tras la puerta.

Se apaga en la ventana la bujía que nos señalaba el camino.
No hallábamos la hora de volver a casa,
pero nos detenemos sin saber donde ir
cuando un desconocido silba en el bosque.

Detrás de nuestros párpados surge el invierno
trayendo una nieve que no es de este mundo
y que borra nuestras huellas y las huellas del sol
cuando un desconocido silba en el bosque.

Debíamos decir que ya no nos esperen,
pero hemos cambiado de lenguaje
y nadie podrá comprender a los que oímos
a un desconocido silbar en el bosque.

lunes, agosto 28, 2006

Del multiculturalismo y la interculturalidad: Los desafíos de la diversidad cultural en Chile - Alvaro Bello


Presentación
La diversidad cultural es parte de la realidad cotidiana a la que las personas se enfrentan en ocasiones desde la inconsciencia y el sentido común. Lo que ocurre es que lo diverso, lo otro o lo diferente es "naturalizado" y en ese proceso se le niega o bien se le representa de una manera prejuicida, incompleta o fragmentada. A esta forma de ver la alteridad contribuye un cierto tipo de habitus[i] en torno al cual se han construido jerarquías culturales e imaginarios que conforman un corpus, una práctica y un discurso con los cuales se elaboran categorias sobre el “otro”. Las representaciones sociales de la diversidad cultural y de ésta como un hecho asociado a la discriminación, son productos sociales que emergen o se producen en contextos históricos determinados y a partir de ciertas estructuras que permite su reproducción. La valoración o negación de la diversidad es el resultado de procesos hegemónicos o contra hegemónicos a partir de los cuales se instalan representaciones sobre la otredad. En este proceso, las instituciones juegan un papel central para vehiculizar o inculcar los que un determinado grupo hegemónico y su ideología dominante desean comunicar respecto de las diferencias culturales. Esta construcción de la alteridad se produce durante largos períodos de tiempo por lo mismo los sujetos asumen estas diferencias de manera "natural" o como disposiciones profundas y duraderas. En el pasado la ciencia y el Estado contribuyeron activamente a la “naturalización” de las diferencias culturales apoyando su accionar a través del “racismo científico”, es decir desde un racismo fundamentado en la ciencia de la época, desde ahí se justifica la superioridad o inferioridad de ciertos grupos, “razas” o etnias, así como la dominación de unos sobre otros.
De esta manera, para entender la problemática de la diversidad cultural en las sociedades actuales es preciso indagar en el pasado y en las acciones e ideologías de los distintos grupos sociales, de las institucionales y de los procesos involucrados. Será necesario entonces intentar comprender las ideas, formas de pensamiento y perspectivas sociales, políticas, religiosas o filosóficas que fluyen a través de las luchas hegemónicas que han sacudido a las sociedades en distintos lugares y momentos.

La formación del Estado nacional y el problema de la diversidad cultural en las sociedades modernas
Si se hace una revisión rápida de los países del mundo en cuanto a su composición social, étnica y cultural se comprobará que en la actualidad no existe ningún país culturalmente homogéneo o que esté compuesto por un sólo grupo étnico, por el contrario todos los países poseen en su seno, en diferente grado, número y distribución, una diversidad de grupos éticos, pueblos indígenas o minorías nacionales. Esta situación es una característica histórica de casi todos los países y en algunos se ha venido a profundizar a partir de las migraciones internacionales que han afectado con particular intensidad a algunas regiones del planeta[ii]. De esta manera, los Estados multiétnicos son más la regla que la excepción.
Sin embargo, aún hoy se insiste en hablar del Estado nacional como una entidad donde confluye una sóla cultura, un sólo grupo étnico o nación dentro de un territorio y un Estado. Aún persiste la imagen de una cultura hegemónica o superior y aún se cree que las minorías y los grupos étnicos y nacionales están destinados a desaparecer o a integrarse tarde o temprano a la nación, integración por cierto despojada de todo particularismo, de toda identidad que pueda contradecir a la supuesta identidad principal o hegemónica: la identidad nacional.
Durante los últimos años se han desarrollado diversos procesos, como la emergencia indígena, la reafirmación de las identidades de los inmigrantes o la mayor visibilización de grupos específicos dentro de la sociedad, como las mujeres y los jóvenes por ejemplo, que cuestionan la homogeneidad del Estado nación y claman por que se revalorice la diversidad cultural como un hecho positivo, lo que muestra los profundos cambios que ha sufrido el espacio público, la sociedad civil y las concepciones de ciudadanía que han transitado de un esquema formalista e individualista a uno más social anclado en el pluralismo cultural. A partir de estas transformaciones se ha planteado que el pluralismo cultural debe ser uno de los ejes de las sociedades democráticas así como de las nuevas formas de integración social en la diversidad a que se enfrentan las sociedades modernas.
Pero antes de seguir con estos planteamientos deseo hacer un breve recorrido que nos permita comprender algunas de las fuentes a partir de las cuales se conforma el debate por la diversidad cultural, el multiculturalismo y la interculturalidad.
Los problemas actuales de la diversidad cultural tienen su origen de manera muy directa en la formación de los Estados y las naciones y en la construcción de su ideología dominante durante los últimos doscientos años: el nacionalismo. Me refiero al nacionalismo como la ideología que postula la idea de una nación como órgano social, cultural y político asociado al Estado como entidad política organizadora y reguladora de la sociedad, el nacionalismo, que desde el siglo XIX postula la existencia de la una sóla entidad social y política identificada y fundida con el Estado. El nacionalismo es un producto de la modernidad, una construcción social que surge como respuesta a las necesidades del capitalismo en su afán por organizar la sociedad, las formas de producción y los territorios bajo los cuales se dan estos fenómenos[iii]. Es bajo el nacionalismo que surge la conocida fórmula de un Estado, una nación, una cultura como ejes de los modernos Estados-nacionales. Esta idea que entrelaza dos estructuras de naturaleza diversa como la nación, una entidad sociológica, y el Estado, una entidad política, se encuentra aún vigente y parece sólida pese a los embates de las identidades que cuestionan o ponen en duda su unicidad y hegemonía.
La construcción del Estado nacional en el siglo XIX fue una tarea ardua que significó a los grupos hegemónicos nada menos que la búsqueda de la unificación y la homogeneización de poblaciones muy diversas y desiguales pero que se encontraban dentro de los límites territoriales de lo que hoy llamamos país o nación. Las estrategias para lograrlo fueron múltiples y respondieron a los contextos y condiciones sociales que cada país vivía en ese momento, así la formación del Estado nación francés adquirió características propias respecto del proceso alemán o del italiano. Mientras en algunos países la construcción de la nación se hizo “desde abajo” en otros el Estado o grupos hegemónicos específicos de la sociedad, movidos por intereses comunes, organizaron la nación “desde arriba”. En América Latina existe consenso hoy en día que el Estado, controlado por grupos específicos de la sociedad, fue el principal constructor de la nación, al revés de lo que ocurrió en otras latitudes donde la nación fue la organizadora del Estado[iv]. Pese a la diversidad de situaciones que este proceso conlleva tal vez lo común es que desde un principio operó sobre la base de la hegemonía de ciertos grupos que impusieron su cultura como cultura principal o única por sobre la de los grupos minoritarios o subordinados. Por lo general, en el caso de América Latina, esta cultura hegemónica estaba profundamente influenciada o aún era una copia de la cultura europea de la cual bebía los grupos de poder o las elites. De esta manera, la condición necesaria para la construcción de la nación en los términos señalados fue la subordinación, exclusión, negación, eliminación o incluso la destrucción física, el genocidio, y cultural, el etnocidio, de los grupos que representaban tales culturas, que desde ese momento pasaron a ser minoritarias y subalternas.
Los grupos que condujeron la construcción del proyecto de nación utilizaron todos los medios a su alcance. La educación, por ejemplo, jugó sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX un papel de primera importancia en la inculcación de las ideas sobre la nación, los rituales públicos, las efemérides y fechas patrias se convirtieron en el “lugar” de encuentro con la nación, con un destino común, con una identidad colectiva única e indivisible[v]. La Escuela se transformó en uno de los vehículos más efectivos para la difusión de la idea de “cultura nacional” como cultura única y excluyente en desmedro de las identidades locales y regionales. Así, por ejemplo, se comenzó hablar de “la” identidad peruana, de “la” identidad chilena, norteamericana, incluso algunos comenzaron a hablar de una identidad latinoamericana, borrando así de un plumazo la diversidad existente en los países y en el continente en su conjunto. Pero en otros contextos la imposición de la nación fue muchos más activa y agresiva conquistando y dominado a los grupos, etnias y naciones que podían poner en peligro el proyecto hegemónico de formación de la nación. En algunos países, como Chile y Argentina, se emprendió la conquista de nuevos territorios y se incorporó a las poblaciones preexistentes de manera forzada y violenta. La ideología de la civilización fue el principal vehículo para llevar a cabo estas campañas y el racismo su soporte “científico” para actuar en contra de quienes se consideraba bárbaros, salvajes e incivilizados, según los cánones de la época. El caso de Chile y Argentina con los mapuche es el mejor ejemplo de esta estrategia. Los mapuche fueron incorporados a la nación chilena sin que se considerara su especificidad cultural como un aporte o un valor sino por el contrario como símbolo de atraso e inferioridad. Su incorporación se produjo asimismo en términos de ciudadanos de segunda clase. Al mismo tiempo, estas ideas operaron como soporte ideológico para su dominación política y su expoliación económica, sobre todo de sus tierras y recursos poseídos hasta antes de 1883.
Volveré sobre la situación mapuche más adelante, ahora lo que me interesa es remarcar la idea de que la diversidad cultural se convirtió en un hecho insustancial para los grupos hegemónicos, en un obstáculo para la formación de las naciones. En América Latina por ejemplo los pueblos indígenas pese a conformar en varios países la mayoría de la población o tener una gran influencia en la dinámica económica, social y cultural han sido desde la colonia considerados como un lastre para el desarrollo económico y la integración a la modernidad. Asimismo, en el proceso de jerarquización de culturas, las culturas indígenas pasaron a tener un estatus inferior que las convirtió en objetos curiosos, “museificados” y “folclorizados”. Aunque la jerarquización de culturas tiene su origen en procesos históricos de largo alcance es indudable que la mayor parte de este fenómeno, tal como lo conocemos hoy en día tiene su origen en pleno siglo XX y se asocia directamente con la construcción del proyecto de nación al que adhirieron la mayor parte de los países de la región.

La asimilación cultural y la homogenización de la sociedad como meta
Durante casi todo el siglo XX los Estados y gobiernos actuaron bajo la convicción de que la diversidad cultural era un obstáculo para el desarrollo y la integración social. En América Latina los grupos gobernantes y las elites políticas y sociales pensaban que la única forma de incorporarse a la modernidad era asimilando o eliminando a los sectores que representaban el pasado y que anquilosaban el desarrollo con sus tradiciones. De esta manera surgieron las primeras políticas para la administración de las diferencias culturales. El indigenismo representó en este sentido el mayor esfuerzo de los Estados, particularmente de México, por organizar las diferencias culturales buscando su supresión por la vía de la aculturación forzada, la asimilación planificada, la alfabetización en lengua castellana y una serie de otras estrategias y políticas destinadas a integrar a los indígenas a la nación.
El indigenismo como movimiento cultural en algún sentido valorizaba a las culturas indígenas pero las consideraba parte de un pasado que debía ser superado. La cultura de los pueblos indígenas tenía un valor en ciertos ámbitos pero en otros era un factor de impedimento para que los grupos étnicos pudiesen superar sus condiciones de pobreza y marginación. Es decir se veía en la misma cultura indígena y no en los mecanismos operantes en la sociedad y el aparato del Estado la causa de sus propios padecimientos. La exclusión era vista como autoexclusión y la pobreza, como un hecho consustancial al ser indígena. Antes, en el siglo XIX, los gobernantes se habían orientado a la valorización de otras culturas consideradas como superiores o avanzadas y por esa vía promovieron la migración europea pues se veía en ella la posibilidad de integrarnos a los principales circuitos civilizados del mundo occidental.
El indigenismo dejó sus huellas en la mayor parte de los países que hasta hoy poseen una alta población indígena pero comenzó a ser cuestionado cuando aquellos a quienes decía querer redimir comenzaron a reconstruir sus raíces y a reafirmar sus identidades. Este proceso se produce de manera abierta y creciente a partir de los años sesenta con la formación de los movimientos indígenas que actúan en el espacio público desafiando las políticas asimilacionistas, la discriminación y el racismo de que habían sido víctimas durantes siglos. Cabe señalar y como es sabido que las movilizaciones y demandas indígenas aún se encuentran en curso y han tenido como escenarios principales países como México, Ecuador, Bolivia y Chile.
Las políticas y estrategias del Estado entonces debieron comenzar a reorientarse para buscar en el etnodesarrollo o las políticas con identidad la nueva fórmula para la integración a la nación. Después vino la búsqueda de perspectivas más amplias como las políticas de la multiculturalidad y la interculturalidad que tienen su origen en Europa, los Estados Unidos y Canadá, lugares donde la migración ha tenido una profunda influencia en cuanto a la reevaluación del Estado nacional y del pluralismo cultural. En este punto quiero clarificar que si bien me he referido a los vínculos de la diversidad cultural con la problemática indígena no debe entenderse ésta como la única y exclusiva vinculación posible, lo que sucede es que en nuestro contexto, el de Chile y la región de la Araucanía, el debate pasa, necesariamente por la consideración de las relaciones con los pueblos indígenas, particularmente con los mapuche en esta región, pero no debe entenderse sólo en esa dirección. El debate internacional si bien se hace cargo de la situación de los pueblos indígenas como un hecho sustancial también se orienta a tratar la problemática en otros grupos sociales los migrantes, situación de la que no está ausente Chile si pensamos en la gran cantidad de inmigrantes peruanos y argentinos arribados a nuestro país en los años recientes. Algunos países como Brasil, por ejemplo, cuentan además con una enorme tradición afrodescendiente como producto de la llegada de millones de esclavos. Los afrodescendientes son hoy en día una enorme fuerza social que reivindica derechos y reclama contra el racismo y la exclusión.
Más cerca, en el caso de Chile, si se observa la realidad local o regional podemos ver que la composición social y cultural es compleja y rica como producto de las diversas tradiciones culturales existentes compuestas por indígenas, descendientes de inmigrantes y colonos europeos, campesinos y urbanos, por nombrar algunos de los sectores sociales que componen este entramado. Con esto quiero afirmar que es la sociedad la que ha cambiado y que ha impulsado este debate sobre el tratamiento que se debe dar a la diversidad y diferencias culturales También es el propio régimen político el que en definitiva ha sido forzado a recoger estas nuevas formas de ciudadanía a que apelan los sujetos. La democracia estaría hoy incompleta si no diera cabida a las expresiones diversas que existen en la sociedad. Aún así, son numerosos los ejemplo de democracias que no dan cuenta del pluralismo cultural, para algunos esta resistencia o ceguera pone en peligro la gobernabilidad o al meno hace inviable e irreal cualquier proyecto de democratización seria.
Pero todo planteamiento sobre la diversidad y el pluralismo cultural puede ser parcial si no se considera el papel que ha cumplido la Organización de las Naciones Unidas (ONU), promotora y difusora de nuevas ideas, principios y valores sobre el papel de la cultura en las sociedades nacionales. Desde mediados del siglo XX, este organismo recoge las principales tendencias internacionales en cuanto a los derechos que se derivan de la diversidad cultural y plantea nuevos estándares para la comprensión y tratamiento de la diversidad cultural.
Después de la Segunda Guerra Mundial y tras los crímenes cometidos por los nazis contra judíos, gitanos y otros grupos étnicos y religiosos, la comunidad internacional tomó en sus manos la tarea de revisar el marco sobre los derechos humanos, fue así como nació la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y la Carta Internacional que consagró estos derechos como una cuestión de preocupación sustancial para todas las naciones, más allá de sus diferencias culturales y políticas. La Carta dio paso a una serie de otros instrumentos internacionales que tendieron a precisar y mejorar el ámbito en que estos derechos debían ser reconocidos y disfrutados por las personas. Así fueron surgiendo un conjunto de instrumentos, incluidos dentro de los llamados “Derechos de los Pueblos”, como la Convención contra el Genocidio, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Ambos aprobados en 1966 y vigentes desde 1976), la Convención sobre Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1979), la Convención sobre los Derechos del Niño (1989), la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo (1986) y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial (1965). Casi todos estos instrumentos son vinculantes, es decir el país que los ratifica debe cumplirlos e integrarlos además a sus leyes nacionales, y si no, tienen por lo menos un valor político y moral que es difícil de negar en la actualidad.
Hace unos pocos años, en agosto-septiembre del año 2001, se realizó en Durban (Sudáfrica), la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, que entre sus principales resultados generó una rica agenda de trabajo, y dos instrumentos básicos para la puesta en práctica de las discusiones llevadas a cabo: La Declaración de Durban y el Programa de Acción de la Conferencia. Otro hito es la creación durante el año 2002 de la Relatoría Especial sobre la situación de los Derechos Humanos y libertades Fundamentales de los Indígenas.
Además, recientemente la totalidad de los Estados miembros de la UNESCO han aprobado la “Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural”, la que declara en su artículo 1º que la diversidad cultural es un patrimonio común de la humanidad. Al mismo tiempo que señala, en su artículo 3º que la diversidad cultural es fuente de desarrollo, no sólo en términos económicos sino como medio de acceso a una existencia intelectual, afectiva, moral y espiritual satisfactoria. Por último en el artículo 5º señala “que los derechos culturales son parte integrante de los derechos humanos, que universales, indisociables e interdependientes”. Este instrumento cuenta asimismo con orientaciones para la formulación de un Plan de Acción a través del cual se pueda aplicar la Declaración Universal de la UNESCO y que establece medidas concretas en el plano de la comprensión y clarificación de los derechos culturales, de la educación intercultural, de la diversidad lingüística y de aquellos aspectos en que se vincula la diversidad cultural con el desarrollo y las desigualdades económicas.
De esta manera se ha creado un marco internacional de derechos que busca promover, proteger y hacer efectivo el disfrute de los derechos culturales pero entrelazados con los derechos económicos, social y políticos (DESC). Cabe señalar que la globalización ha sido un vehículo de gran efectividad para la difusión de estos derechos y en muchos países se puede observar una mayor y creciente toma de conciencia de los gobiernos y la sociedad civil respecto de su cumplimiento y respeto.

Enfoques y problemas para el tratamiento de la diversidad cultural
El lugar que ocupa hoy la diversidad cultural como eje de las relaciones sociales y políticas al interior de los Estados ha promovido el debate sobre los enfoques y perspectivas desde los cuales abordar la problemática en diferentes niveles, ámbitos y temas que van desde la organización misma de la sociedad, los sistemas políticos, las estructuras de gobierno, la filosofía y los contenidos de la educación, las formas y estilos de desarrollo, el control y manejo de recursos, las estructuras de participación social y la ciudadanía en general. A continuación presento dos de estos enfoques o miradas, tal vez los más importantes en la actualidad como son el multiculturalismo y la interculturalidad, dos enfoques utilizados a veces equívocamente como sinónimos.

a) El multiculturalismo
En la actualidad existe un intenso debate por la búsqueda de fórmulas que permitan pensar el futuro de los estados nacionales en crisis, según algunos, en revisión según otros (Habermas 1999). La mayor parte de los planteamientos apuntan a la necesidad de ir más allá de la igualdad abstracta planteada por la modernidad y asumir una política de reconocimiento de las diferencias culturales, que pueda expresarse en torno a Estados pluriétnicos y/o multiculturales. El problema se plantea al momento de definir si el reconocimiento debe tener tan sólo un sentido moral, aún cuando las conductas morales tengan una expresión cognitiva (Habermas 1999), o bien se va más allá y se plantean transformaciones en el ámbito normativo que regulen las diferencias culturales.
De este modo, las explicaciones culturales de la realidad y de los conflictos de la sociedad se han vuelto cada vez más frecuentes hasta llenar una larga lista de procesos y fenómenos sociales a veces muy disímiles entre si (Crowley 2002). Así, se ha pasado del “choque de civilizaciones” como expresión escatológica del futuro al que nos llevan los conflictos de supuestos “grandes bloques culturales”, a las “guerras culturales” como elemento constitutivo de la política mundial del nuevo milenio (Eagleton 2001).
Multiculturalismo es un concepto surgido en Canadá a principios de los años setenta con el fin de tratar el tema de los inmigrantes, las minorías y los grupos étnicos y nacionales, así como la demanda por autonomía de los grupos francófonos o quebequenses, es una reacción frente a la evidente crisis de legitimidad del melting pot en los Estados Unidos. En la actualidad, el multiculturalismo es definido, a lo menos, de tres maneras distintas. Una es descriptiva y explicativa, se refiere al multiculturalismo como un proceso sociológico y cultural. Es un hecho social que existe en la mayoría de los estados nacionales. En efecto la mayor parte de los estados existentes en el mundo, por no decir la totalidad, están compuestos por una heterogeneidad social y cultural. La segunda perspectiva es normativa y aboga por el respeto, valoración y aceptación de la diversidad cultural de los individuos y grupos en un marco de derechos y deberes diferenciados. El multiculturalismo normativo o multiculturalismo de Estado, sería, por tanto, una forma de administrar las diferencias culturales en el marco de los Estados nacionales o dentro de regiones o micro regiones específicas. El propósito del multiculturalismo normativo sería la superación de las desigualdades generadas en la sociedad como producto de las diferencias culturales. En este sentido el multiculturalismo como enfoque normativo se plantea como un proyecto basado en la tolerancia, el respeto a la diversidad y a la diferencia.
Existe también un multiculturalismo filosófico o doctrinario, un conjunto de enfoques y posturas éticas que entienden el multiculturalismo como una forma de comprensión y ordenamiento de la sociedad en función de ciertos valores o principios políticos. El multiculturalismo filosófico es tal vez uno de los más difundidos en la actualidad y está representado en el debate entre los llamados liberalismos 1 y 2[vi]. Mientras el liberalismo 1 afirmaría su fe en el individuo, el racionalismo, el universalismo y el utilitarismo mediante una justa distribución de la justicia, el liberalismo 2 denominado comunitarismo considera que existe un debilitamiento de la vida pública como resultado de la promoción liberal del individuo en tanto depositario de derechos naturales anteriores a la vida social[vii]. En el debate actual se busca redefinir el carácter de la comunidad política y el Estado a partir de la resignificación de las ideas de bien común y de “vida buena”, pero también a partir de la búsqueda concreta de mecanismos jurídicos e institucionales que alienten y propugnen definiciones en el ámbito de un multiculturalismo normativo.
Nosotros entendemos el multiculturalismo, como una realidad empírica y como una forma de organizar o administrar las diferencias culturales al interior de los Estados nacionales. El multiculturalismo se opone al asimilacionismo de Estado[viii] y a la negación de las diferencias culturales buscando redefinir los términos bajo los cuales se ha organizado hasta ahora la sociedad y la comunidad política. convivencia social.

b) Interculturalidad y relaciones interculturales
La interculturalidad es un concepto que pretende superar a la perspectiva multicultural, entendida esta como una realidad dada donde las relaciones sociales y los intercambios pueden mantenerse en compartimientos estancos. La interculturalidad, en cambio, apunta a un proceso relacional y dinámico que apela a la comunicación y al intercambio. Pero la interculturalidad no es un proceso en sí mismo que esté dado por el sólo hecho de que dos sujetos o grupos distintos entren en contacto, por el contrario se trata de una realidad construida por los propios sujetos que, por tanto, no está exenta de contradicciones y que, sobre todo, está sujeta a las relaciones de poder. Me refiero a que, por lo general, las relaciones interculturales no se producen en un plano de horizontalidad e igualdad sino que en un plano asimétrico y desigual, donde una o más de las partes se encuentra en un lugar de inferioridad o subordinación respecto de otra, que, a su vez, se encuentra en un plano de superioridad o hegemonía. La planificación y el enfoque intercultural debe considerar como una base mínima esta situación, de lo contrario la interculturalidad será una mera abstracción sin relación con la realidad.
Lo anterior tiene que ver con la necesidad de establecer claramente el mapa de las relaciones interétnicas. Las relaciones interculturales existen en un contexto determinado y ocupan un lugar específico dentro de esa relación. Roberto Cardoso de Oliveira[ix], señala que el diálogo intercultural está contaminado por una “indescifrable jerarquización de una cultura sobre otra”. Por ello, previamente se debe establecer la simetría e igualdad de posiciones entre las partes involucradas en el diálogo intercultural. Obviamente la evidencia de las jerarquías no ayudará a borrar las desigualdades existentes entre el polo dominante y el polo subordinado de la relación intercultural pero hará conscientes a los actores del escenario en que se mueven ambos, e impulsará, probablemente, la promoción de prácticas tangiblemente democráticas y no sólo discursivas o retóricas.
En definitiva, la interculturalidad no es sólo el acto de reconocimiento de un “otro” como distinto sino el proceso de activo reconocimiento de su legitimidad como distinto. La relación intercultural meditada y planificada en el contexto de la educación, por ejemplo, pretende un diálogo no coercitivo, que debe dar cuenta del lugar en que se encuentran los interlocutores, la posición desde donde dialogan.
Por otro lado, el diálogo intercultural requiere del consentimiento y la aceptación mutua de la relación y no de una imposición sustentada en la creencia, de uno de los interlocutores, de que la sóla relación provocará efectos positivos o benéficos para el otro. Este fue por ejemplo uno de los propósitos de acción de la “asimilación planificada” contenida en el indigenismo de Estado, donde se creía que el sólo contacto con la “cultura mayor” era un beneficio por si sólo para algunos grupos indígenas, sobre todo para aquellos que vivían aislados y que no conocían los “beneficios” de la civilización de manera directa.
Sin duda todos estos razonamientos requieren de un análisis y un diagnóstico acabado de la situación que se desea abordar. Lo intercultural se refiere tanto a las relaciones sociales cotidianas, como a la política y los procesos económicos. También se encuentra presente en los proyectos de intervención entre las instituciones y las poblaciones indígenas. De esta manera, existe la necesidad de planificar las acciones de intervención en un marco que considere la interculturalidad no sólo como una herramienta sino como un marco de referencia para interpretar la realidad política, social y económica de un contexto determinado.

Desafíos y metas pendientes para Chile
Nuestro país tiene muchos desafíos y metas pendientes en materia de diversidad cultural. Pese a los avances registrados durante los últimos años en relación a los pueblos indígenas, entre los que se cuentan la Ley Indígena y la creación de la CONADI y la consecuente implementación de una política indígena, subyacen vacíos en cuanto a la protección real de los derechos específicos de los pueblos indígenas. Ello se hace patente por ejemplo en la desprotección de las tierras y recursos indígenas, en la formulación de un marco legal que reconozca las formas de organización tradicional o en la formulación de una política nacional de promoción y desarrollo de las lenguas indígenas, su cultura material y espiritual. Lo hecho hasta ahora significa un avance pero es insuficiente si se tiene en cuenta los estándares internacionales sobre derechos indígenas. A diferencia de otros países de la región el Estado chileno no ha reconocido constitucionalmente a los pueblos indígenas y no ha ratificado del Convenio 169 de la OIT por parte del parlamento lo que sin han hecho la mayoría de los países latinoamericanos con población indígena.
En otro plano, pese a que Chile ha ratificado la mayor parte de las convenciones y declaraciones de Naciones Unidas referidas a los Derechos Económicos Sociales y Culturales (DESC), sobre discriminación, xenofobia y protección de los derechos culturales en general, el país no cuenta con un marco legal específico con normas que puedan estar al alcance de las personas en casos o situaciones concretas. Por ejemplo, en los casos de discriminación o xenofobia las personas no cuentan con una protección legal específica sobre la materia, en Chile no hay un ley contra la discriminación, por ello las personas deben recurrir al corpus normativo común, el Código Civil por ejemplo, a través del cual protegerse o ejercer acciones contra terceros.
En Chile tampoco existe una política explicita y activa en cuanto a la diversidad cultural, el racismo, la xenofobia y la discriminación. No hay planes educativos que contemplen contenidos y estrategias para tratar esta problemática. La realidad indica que se hace necesario legislar sobre materias que regulen la vida social, la diversidad y los problemas y conflictos que ello atrae puesto que la diversidad cultural refleja los cambios que ha sufrido nuestra sociedad lo que debe reflejarse a su vez en la institucionalidad del Estado, en las políticas y en las leyes. Pese a la gravedad de algunos hechos ocurridos en los últimos años y que involucran sobre todo a peruanos, bolivianos y ecuatorianos o personas afrodescendientes, la discriminación y la xenofobia no tiene una contraparte en términos de defensa de derechos. Los inmigrantes en Chile están desprotegidos. Tampoco existen programas que promuevan el valor de la diversidad y una visión que valore o busque conocer las culturas de nuestros países vecinos. Un reciente estudio realizado por UNICEF entre niños de enseñanza básica constató que los niños chilenos tienen fuertes prejuicios hacia los extranjeros, sobre todo frente a los de países vecinos como bolivianos, argentinos o peruanos[x].
Uno de los problemas a los que se enfrenta nuestra región en particular es la necesidad de que los programas y políticas sociales consideren la diversidad cultural no sólo como un tema o un compartimiento estanco sino como una realidad que debe ser abordada de manera transversal e integral, ello requiere de la transformación de las estructuras y principios que regulan los programas y estructuras del Estado, su filosofía y sus metas. A primera vista esto puede parecer imposible sin embargo en este ámbito es, tal vez, necesario pensar en transformaciones paulatinas más que en cambios radicales.
En este sentido los nuevos profesionales que salen al campo laboral tienen un desafío enorme pues son ellos, en contacto con la gente, con las personas de carne y hueso, quienes deben enfrentarse a una realidad compleja, distinta tal vez de la que están acostumbrados a vivir en su vida cotidiana. La interculturalidad, en este sentido cobra importancia no sólo como una actividad o como un hacer sino como una visión y una opción de vida que no se puede obviar o negar. Se trata de la construcción de una sociedad intercultural, de la búsqueda de una mejor comprensión de la “otredad”, de quienes son diferentes, pero no sólo en un sentido moral o empírico de la sociedad sino desde una perspectiva que intente comprender la interculturalidad como un lugar donde la diversidad leva consigo la diferencia y esta la desigualdad.
La principal tarea a realizar como nuevos profesionales es desactivar los mecanismos que perpetúan la desigualdad con base en la diferencia cultural. Desactivar esos mecanismos no significa negar la diferencia o reducirla a sus aspectos más visibles. Tampoco significa idealizar la cultura o las formas de vida de los otros, se trata de buscar el diálogo y el intercambio, de construir puentes que permitan la interacción, el desarrollo y la valorización de la diversidad como un hecho positivo que nos hace únicos y diferentes como sociedad. Por tanto los nuevos profesionales deben promover el intercambio de conocimientos y de las prácticas recomendables en materia de pluralismo cultural con miras a facilitar la inclusión y la participación de las personas y de los grupos que proceden de horizontes culturales variados, como dice la Declaración de UNESCO sobre la diversidad.
Por último, la interculturalidad y la práctica intercultural debe promover la diversidad cultural como un hecho social, es decir como algo plenamente humano, por lo tanto no exento de problemas, contradicciones y obstáculos. En este sentido, es necesario evitar el esencialismo y el fundamentalismo que muchas veces se confunden con la valorización extrema de una cultura pero que en su seno lleva la negación de los otros es decir el ejercicio mismo de lo que se desea combatir. También es preciso evitar el relativismo cultural que busca justificar en la exclusividad cultural actitudes o conductas que a todas luces atentan contra los principios básicos de la convivencia y los derechos fundamentales de los seres humanos, sea cual sea la cultura a la que se siente adscritos.

Notas
[i] Pierre Bourdieu señala que “los condicionamientos asociados a una clase particular de existencia producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden ser objetivamente adaptadas a su fin, sin suponer la búsqueda consciente de fines el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos...”, véase Pierre Bourdieu (1991), El sentido práctico, Madrid, Taurus, p. 92.
[ii] Esta idea es compartida, desde diferentes puntos de vista, por la mayoría de los autores que han analizado el nacionalismo y el problema de la diversidad étnica y cultural. Algunos ejemplos son los trabajos de Walker Connor (1998), Etnonacionalismo, Madrid, Trama; Anthony Smith (1981), The ethnic revival, Cambridge, Cambridge University Press; y, Rodolfo Stavenhagen (2000) Conflictos étnicos y Estado nacional, México, Siglo XXI.
[iii] El mayor exponente de esta postura es Ernest Gellner, quien señala que el nacionalismo es un fenómeno moderno producto del industrialismo, lo siguen en una línea similar Eric Hobsbawm y Benedict Anderson. Mientras Gellner da importancia a la educación, la formación de una burocracia del Estado y de una intelectualidad o intelligentsia, Hobsbawm, orienta su mirada a la formación de una estructura estatal y la formación de grupos dominantes que imponen el nacionalismo de forma activa y en base a proyectos políticos específicos. Finalmente Anderson le da importancia a la cultura, la difusión de la literatura y la imprenta como medios para la construcción de un imaginario sobre la nación. Véase Ernest Gellner (1991), Naciones y nacionalismo, México, CONACULTA; Eric Hobsbawm (1997), Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica y Benedict Anderson (1993), Comunidades imaginadas, México, Fondo de Cultura Económica.
[iv] Esta es la tesis para Chile según los planteamientos del historiador Mario Góngora y que en cierta forma se repiten para la mayoría de los países de la región.
[v] En Chile la conmemoración del primer centenario de la Independencia fue una excusa para que los gobernantes desplegaran una verdadera campaña de confirmación y ritualización de la nación por la vía de los actos públicos, la creación y masificación de símbolos patrios unificadores. Asimismo la intelectualidad de principios de siglo jugo un importante papel en la construcción de un imaginario de nación que tuvo entre sus argumentos principales la supuesta existencia de una “raza chilena”. Lo mismo ocurrió en México donde la celebración de los cien años de la Independencia fueron un espacio propicio para la inculcación de la nación como proyecto de las elites gobernantes y donde se propuso la idea de una “raza cósmica” donde confluyen las sangres indígenas e hispanas para dar nacimiento al mestizo sujeto clave de la nación.
[vi] Charles Taylor (2001), El multiculturalismo y la “política del reconocimiento”, México, Fondo de Cultura Económica.
[vii] Chantal Mouffe (1997), Liberalismo, pluralismo y ciudadanía democrática, México, Ensayos 2, IFE.
[viii] Bhiku Parekh (2000), Rethiking multiculturalism: Cultural diversity and political theory, Cambridge (Mass.), Harvard University Press.
[ix] Roberto Cardoso de Oliveira (1998), Etnicidad, eticidad y globalización, en Miguel A. Bartolomé y Alicia Barabas (coord.), Autonomías étnicas y Estados nacionales, México, INAH/CONACULTA. Pp. 36-39.
[x] Se trata del estudio dado a conocer por UNICEF-Chile en noviembre del año 2004 denominado “Los prejuicios en niños, niñas y adolescentes chilenos”, en él se muestran las percepciones y opiniones que tienen los escolares chilenos sobre temas de género, homosexualidad, sida, presencia de extranjeros en Chile, discapacidad, nivel socioeconómico, tipos de familia y pueblos indígenas.